Siempre me he dedicado al deporte, en particular a la nieve. Soy profesor de esquí, he participado en competiciones y, en su momento, tuve varias tiendas de material deportivo. Las cosas me iban muy bien hasta que un día me diagnosticaron cáncer, me operaron y, tras varias intervenciones, me quedé con una pierna inutilizada, dos años de recuperación y un negocio que se deshizo en manos de otros. Con cuarenta años me vi obligado a dar un giro a mi vida y decidí que el cambio sería radical. Ya no me interesaban los grandes negocios; quería vivir tranquilo, sin complicarme la vida. Así que busqué algo pequeño que pudiera hacer con mis manos, algo con lo que quizá unos días ganaría diez pesetas y tan solo podría comer un bocata y otros abriría la caja, tendría cien pesetas y podría ir a un restaurante. Decidí convertirme en zapatero artesano, más conocido como zapatero remendón. Lo que no sabía es hasta dónde me llevaría esa elección.
Empecé por lo más importante, la formación. Durante un año trabajé con un zapatero artesano de Barcelona y, tras aprender el oficio, compré un puesto en el mercado y monté un taller de reparación de calzado. Y, bueno, me fui ganando la vida y pronto pasé a formar parte del gremio de zapateros. Ahí fue cuando mi forma de ver la vida se interpuso en mi camino. No quería complicaciones, pero yo no era el clásico zapatero, no había heredado el negocio y venía de un sector completamente distinto. Observaba lo que me rodeaba y le veía tantas posibilidades que decidí hacerles unas propuestas y, en cuestión de un año, me vi inmerso en el estudio de la historia completa de un gremio creado en 1202 del cual me habían hecho presidente.
No pude evitarlo, mi mente empresarial me llevó a crear algo que fue muy bonito. En mis investigaciones me di cuenta de que, históricamente, los talleres eran un negocio que pasaba de padres a hijos. Esto fue así hasta los años cincuenta, cuando en la moda del calzado aparecen los tacones de aguja y revolucionan el mercado. Las tapas duraban dos días, eran incompatibles con las calles adoquinadas de las ciudades, y esto hizo que los zapateros empezaran a ganarse muy bien la vida. Tanto que sus hijos se van a la universidad y ya no hay continuidad del negocio familiar. Me di cuenta de que el grado de envejecimiento del gremio era muy elevado y, si nadie lo remediaba, los zapateros artesanos íbamos a desaparecer.
Entonces pregunté a un amigo que tenía una escuela de formación profesional. Quería saber por qué nadie enseñaba este oficio cuando la falta de profesionales era evidente. Me parecía extraño que no hubiera ningún curso. «Prepáralo tú», me dijo. Y lo hice. Me pasé un verano entero escribiendo la propuesta –doscientas páginas, novecientas horas lectivas–, se lo llevé a la escuela y seguí reparando zapatos hasta que, año y medio después, me llama. «Ya está aprobado». «¿Qué está aprobado?» respondí. Había pasado tanto tiempo que ya no sabía de qué me hablaba. No teníamos nada listo, ni las máquinas, ni el espacio… Pero no importó, me moví todo lo rápido que pude y en unos meses teníamos montada un aula para quince alumnos.
Fue un éxito absoluto. Era un curso para crear trabajo y cada año salían de allí varios estudiantes que se establecían. Además, como yo formaba parte del gremio, sabía quiénes eran los zapateros a punto de jubilarse y los podía poner en contacto. En total, pudimos hacer diez cursos, hasta que se cortaron las subvenciones con el cambio de gobierno. Como presidente del gremio me reuní con el consejero de Trabajo y pareció que podríamos seguir, pero no fue así. Se olvidaron de nosotros y yo, por motivos de salud, acabé trabajando en una empresa de productos para el calzado.
Le pregunté al consejero quién le arreglaba los zapatos. Todos llevamos zapatos y alguien los tendrá que reparar.
Es curioso porque allí también acabé haciendo de profesor, solo que esta vez me llevaron a China a enseñar cómo arreglar bolsos de marca. Fue toda una experiencia ver el respeto que le tienen al profesor. Incluso me hicieron un reportaje y mi cara salía en esos carteles gigantes que a veces vemos por las ciudades. Realmente, el día que decidí convertirme en zapatero artesano no me imaginé que haría tantas cosas ni que viajaría tan lejos. Ya ves, yo que buscaba una vida tranquila… Fue una época preciosa. Los años en el gremio los disfruté mucho. Es una pena que ahora ya nadie enseñe este oficio. Es un negocio con el que uno no se hace rico, pero puedes llegar a tener un sueldo digno e ir a un restaurante de vez en cuando. Eso está muy bien.
5 Comentarios
¡Qué historia tan interesante! Creía que iba a tratarse del clásico viejecito con historias entrañables, pero este hombre es todo un emprendedor, que no solo intentó mejorar su negocio, sino todo el sector. Ojalá hubiese muchos como él, que revitalizasen tantos viejos oficios que se están perdiendo.
Para mí también fue una sorpresa, Ramón es todo un emprendedor.
Que interesante!
Me encanta lo diferentes que son todas las historias que nos cuentas! 💜
¡Gracias! Intento representar un poco todo lo que nos rodea.
Me encanta encontrar gente como tú que no se rinde a las tortas que nos da la vida. Tu historia me da ánimo para seguir con la mía.