Mi padre, aunque venía de una familia humilde y no le pudieron pagar unos estudios, sabía hacer muchas cosas y aprendió el oficio de barbero. Quería abrir una barbería. Así que, cuando se casó, mis abuelos le ofrecieron un local. Pero, al hablarlo con mi madre, pensaron que si aceptaban nunca sería de su propiedad, por lo que decidieron ahorrar para comprarse algo que fuera suyo. Hizo entonces lo que hacía la mayoría de hombres gallegos, buscar un barco donde trabajar como marinero. Embarcó a principios de noviembre de 1965, cuando yo tenía apenas unas semanas, y el seis de febrero de 1966, cuatro meses después, el barco chocó contra otro y se partió en dos. Tardó veinte minutos en hundirse; se salvaron todos menos mi padre.
En tan solo unos minutos, nuestra vida cambió de rumbo. Mi madre enviudó y yo me convertí en una niña huérfana de padre. Nunca nos faltó de nada. El barco era holandés y se ocuparon de que mi madre tuviera una buena pensión y la ayuda necesaria para que yo pudiera estudiar. Pero eso fue todo; el resto dependió siempre de nosotras dos. La familia de mi padre, pese a que nunca se lo dijeron en voz alta, culpaba a mi madre y ella, en realidad, también se sentía muy culpable. Eso, y el hecho de que ocurriera en unos años en que las cosas eran muy distintas para las mujeres, hizo que mi infancia, aunque feliz, no fuera sencilla.
Lo normal en aquellos tiempos era que, tras un periodo de duelo, las viudas jóvenes se volvieran a casar. Sin embargo, ella, por distintos motivos, decidió no hacerlo. Así que mi madre pasó a ser la viuda rara y yo me convertí en la hija de la rara. En el colegio era la diferente porque no tenía hermanos, y en el pueblo porque mi madre no se había vuelto a casar. Con el alejamiento de la familia y las críticas de la gente, pronto me sentí enjaulada. Tenía la sensación de estar metida en una historia con muchos protagonistas en la que yo era como un estorbo. Todo el mundo me vigilaba y me juzgaba, y yo lo único que quería era ser una niña normal y sentir que formaba parte de algo. No me dejaban o, por lo menos, eso era lo que creí durante muchos años.
Desde muy pequeña aprendí que la gente no te juzga por quién eres sino por quién ellos creen que eres.
A mis ojos de niña, lo que veía era que no encajaba en ninguna parte y que mi madre no hacía nada por evitarlo. Al contrario, ella había tomado su decisión y le iba a demostrar a todo el mundo que se podía. También lo pasaba mal, claro que sí, pero su orgullo era más fuerte. El problema era que yo estaba en medio y sufría las consecuencias de sus decisiones. Era como si nos hubiera condenado a las dos a ser viudas. Se refugió en mí y, en cuanto vio que me espabilaba, me hizo asumir una responsabilidad que yo sentía que no me correspondía. Mientras ella seguía esperando a poder llorar a un cuerpo que nunca llegó, yo fui creciendo y asumiendo el papel de madre de mi madre. Aun así, daba igual lo que hiciera, fuera o dentro de casa, siempre se me exigía más. Me sentía invisible bajo la sombra de algo que había ocurrido hacía mucho tiempo y de lo que yo no tenía ningún recuerdo.
Mi reacción a todo esto fue una búsqueda desesperada de cariño. Intentaba agradar a todo el mundo, pero lo hacía con tantas ganas que la gente se cansaba de mí. Al principio no lo veía. Me había ido del pueblo, había cambiado de nombre y había empezado una nueva vida. Era una situación perfecta para dejarlo todo atrás. Pero las cosas no funcionan así, porque volver cada verano al pueblo seguía siendo un infierno y mi manera de compensarlo era dejar de ser yo para ser lo que yo creía que otros esperaban de mí. Me di cuenta no hace mucho. Había una persona que nunca me había juzgado, mi tía, y pensé que, si ella me podía aceptar como soy, los otros también podían. Su cariño me ayudó a sacar fuerzas para aceptarme y afrontar todos esos sentimientos que me habían acompañado desde pequeña.
Necesitamos que nos acepten como somos, que no nos pidan lo que no podemos dar.
Ese cambio de actitud me salvó. Empecé a ir al psicólogo, conseguí convencer a mi madre para que ella también fuera y hablamos del naufragio de forma abierta. Qué importante es hablar claro y qué poco lo hacemos… En mi caso ha sido la clave para entender por qué mi madre actuó del modo en que lo hizo. Ahora sé que hizo lo que pudo. Su vida éramos ella y yo, y nunca dejó de estar enamorada de mi padre. Por eso actuó así; no pudo ir al cementerio a llorar a su marido porque el cuerpo nunca apareció y eso hizo que nunca lo enterrara de verdad. Para ella solo había desaparecido y, en el fondo, esperaba que algún día apareciera por sorpresa. Él nunca apareció, pero nosotras hemos conseguido dejar atrás esos tiempos y tener por fin una bonita relación entre madre e hija. Eso sí, sigo pensando que debería haberse ido de ese pueblo como acabé haciendo yo. Nos habríamos ahorrado muchas lágrimas.