Las cosas nos iban bien; teníamos una vida de lo más normal. Mi marido era el encargado de la acequia del pueblo y yo me ocupaba de los niños y las tareas del hogar. Nunca había tenido que trabajar mucho; en mi familia éramos tres chicos y yo, así que siempre fui la niña de la casa. Y ya cuando me casé, mi madre me ayudaba en muchas cosas. Así que, con el trabajo de mi marido y algunas tierras que teníamos, nos apañábamos. Pero el verano de 1952 las cosas cambiaron, Manuel sufrió un accidente.
Hacía mucho calor, así que debía vigilar que no se perdiera agua. Pero los chiquillos del pueblo tenían otra idea. En pleno verano, en Andalucía, una balsa era algo muy tentador… Como otras veces, Manuel les pilló bañándose y les pidió que salieran de allí. Fue entonces cuando uno de ellos le tiró una piedra, con tan mala suerte que le dio en el tobillo. En ese preciso instante nos cambió la vida por completo.
Los siguientes tres meses fueron muy duros. La herida se infectó y tuvieron que operarlo. Durante todo ese tiempo estuvo ingresado en el hospital de Granada y llegó a estar muy grave. En más de un momento pensé que lo perdía… Los propios médicos nos dijeron que sería un milagro si salía de esa y que, en caso de lograrlo, se quedaría imposibilitado de por vida. No me lo podía creer, ¿cómo nos podía estar pasando algo así por una simple pedrada?
Sin embargo, pese al mal pronóstico, finalmente me lo pude llevar a casa. Cojo, pero vivo. Nunca olvidaré ese día; fue toda una aventura. Antes de ir a buscarlo fui a comprar galletas y con el cambio pensé en comprarle una camisa; quería que estuviera bien guapo cuando llegara a casa. Pues casi no lo consigo. El dinero que me habían dado era falso y me detuvieron. Así es, era otra época y eso era un delito grave. Pero no había hecho nada malo, ni siquiera me había dado cuenta…
Yo estaba desesperada, pero él, imagínate, todavía lo estaba más. Con las ganas que tenía de volver a casa y su mujer que no llegaba. Por suerte, el altercado terminó bien y pudimos volver al pueblo. Aunque estábamos contentos, Manuel no podía evitar pensar en qué sería de nosotros. Él ya no podía andar bien ni seguir trabajando en la acequia. ¿Cómo iba a vivir una familia si el hombre de la casa se había quedado inválido?
Recuerdo que antes de ir a dormir me preguntó: «Quilla, ¿y ahora qué?» «Vete a dormir, mañana ya veremos», le contesté.
Por aquel entonces, ir de Beas a Granada suponía un día entero, así que durante todo el tiempo que mi marido estuvo en el hospital, la familia se había ocupado de los niños. Y no solo eso, sino que lo habían organizado todo para llevarlos a un colegio de la caridad. Ya sabes, en esa época las mujeres no teníamos ni voz ni voto, pero a mí nunca me ha gustado que me manden. Me negué de forma rotunda. ¿Cómo iba a llevar yo a mis hijos a un lugar donde no sabía qué harían con ellos? No iba a consentir que nadie separara a mi familia. Algo se me ocurriría para salir de esa situación.
Nunca había trabajado, pero eso no me asustó. Estaba acostumbrada a llevar la casa y era madre de cuatro hijos; un poco más de trabajo no iba a ser un problema. Monté una tienda de ultramarinos para vender lo que la gente podía necesitar, que entonces no era mucha cosa, solo algunos productos básicos como pan, arroz, tomates y aceite. Por las mañanas, con la ayuda de mi hija mayor, dejaba el pan amasado para que levara mientras yo me iba a Guadix en burro a comprar los productos y, a la vuelta, ya llevaba el pan al horno y empezaba la jornada.
Es verdad que tuve la suerte de poder montar la tienda, pero nadie me regaló nada.
Los días eran largos: la tienda, la casa y la familia –que siguió aumentando– me ocupaban muchas horas. Piensa que estábamos en 1955 y no existían las comodidades de hoy en día. La ropa, por ejemplo, la lavábamos en lavaderos públicos y el agua estaba helada, pues venía de la montaña. Pero nunca estuve sola. Si bien mi hija María hacía algunas cosas, Manuel tampoco se quedaba quieto. Siempre estaba dispuesto a colaborar en lo que fuera: la casa, los niños, las tierras… Podía estar cojo y llevar bastón, pero eso no le amedrentaba. Más bien al contrario, era el que más se esforzaba.
Con el tiempo las cosas se fueron encarrilando y, cuando Manuel ya estuvo más recuperado, nos quedamos con la taberna. Él y la niña se encargaban del bar y yo seguí con la tienda. Con eso y con las tierras que teníamos logramos salir adelante. Siempre fuimos gente humilde, pero nunca faltó un plato sobre la mesa y, lo que es lo más importante para mí, logré mantener unida a mi familia. Todos juntos: mis cinco hijos, mi marido y yo, como debía ser.
4 Comentarios
Me he quedado con las ganas de saber más. Aunque deduzco que, por suerte, la vida no fue más injusta con Manuel y Encarna.
Hola, María. Sí, las cosas les fueron bien. Con los años emigraron a Barcelona y después a Palafrugell. Tuvieron una buena vida.
Dolors, con la historia de ellos se podria hacer una serie de Netflix.
Felicidades. Lo has relatado como ella y mi madre me lo contaron.
Impresionante
Jajaja Me alegro, porque yo nunca hablé de este tema con ella. Así que era todo un reto. Petons!