Hasta los catorce años tuve una infancia normal. Era una niña abierta y feliz a la que le gustaba hacer las cosas que hacen todos los críos: salir con mis amigas, jugar, cantar, bailar… Pero, entonces, apareció la sordera. Sufría una hipoacusia mixta bilateral con afección a la cóclea. Mi padre ya estaba completamente sordo y mi hermana también había empezado a presentar síntomas. Sabíamos que era algo hereditario y que nos podía tocar a cualquiera de los siete hermanos, pero eso no lo hacía más fácil. Cuando comienza el proceso sabes que acabarás totalmente sorda. Esperas que no te toque… Yo no tuve esa suerte. Poco a poco fui perdiendo audición y, con ello, parte de una conexión con el mundo que jamás pensé que volvería a recuperar.
Mis padres me llevaron a médicos de toda España. Nadie nos podía ayudar. Una vez que se manifiesta, no existe nada que pueda frenar la enfermedad. Así que, paulatinamente, mi vida fue cambiando. Al principio, la pérdida de audición no fue total –tardé unos años en quedarme completamente sorda–, pero sí muy pronunciada. Pese a que me pusieron audífonos, no oía bien, solo ruidos. De hecho, durante mucho tiempo los llevé porque sentía que eran como mi conexión al mundo de los oyentes, pero la realidad era que no oía nada. Aun así, yo siempre me entendí con la gente. Desde el primer día decidí que no me iba a aislar y lo cumplí. Los sonidos, las voces y la música iban a desaparecer de mi mundo, pero yo seguiría bailando y, sobre todo, viviendo.
Acabé teniendo un vacío de veinte años de música.
Y viviendo estaba cuando me llegó una de las mejores noticias de mi vida. Hacía tiempo que no iba al especialista y aprovechando un viaje a Barcelona fui a verle. «Te hemos estado intentando localizar y no hemos podido. Nos devolvían las cartas por cambio de domicilio. Menos mal que has venido porque te vas a operar». «¿Cómo que me voy a operar?», me quedé de piedra. Habían aparecido unos dispositivos que se llamaban implantes cocleares; permitían volver a oír y yo era candidata para recibir uno. Tenía cincuenta y cuatro años, hacía ya casi veinte años que no oía nada. Cuando digo nada es absolutamente nada, silencio absoluto. Jamás había escuchado la voz de mis nietos y… ¿me estaba diciendo que podía recuperar todo eso cuando siempre me habían dicho que no volvería a oír? Me empezó a entrar como una cosa…
No me dio tiempo ni a procesarlo. En tres semanas preparamos todos los papeles y me pusieron el implante. Ya solo quedaba esperar un mes a que la herida cicatrizara, y yo volvería a estar conectada al resto del mundo. Para qué describirte esas semanas en las que no sabes cómo ha ido todo… El equipo médico estaba convencido de que todo estaba bien, pero yo no me lo acabé de creer hasta que pude oír los primeros sonidos. Por un lado fue extraño. Lo que oyes con estos aparatos no tiene nada que ver con lo que oías antes, todo suena muy metálico. Pero, por el otro, yo oía y eso significaba que mi hijo estaba salvado. Él también lo había heredado y yo sabía que no existía nada que pudiera frenar la evolución. Mi primer pensamiento fue, «oigo, luego mi hijo oirá».
Una de las primeras cosas que hicimos al salir de la clínica fue ir a la playa a oír el ruido de las olas, lo segundo fue llamar por teléfono a mi mejor amiga. No podía creerse que la estuviera llamando… Fueron momentos muy emotivos. Está claro que no fue tan sencillo como te lo cuento. Al principio ni siquiera reconocía la voz de los míos y necesité adaptarme al dispositivo. Pero no fue más complicado que lo que ya había vivido hasta entonces. Cuando no oyes, todo cuesta el doble. Es mentalmente agotador. Necesitas estar concentrada en una sola cosa o una sola persona. Recuerdo cuando los niños eran pequeños, que una simple tortilla me tomaba mucho tiempo. Si uno de ellos me pedía algo, tenía que parar y girarme para atenderle. Era y es imposible hacer dos cosas a la vez. Ser sorda supone estar luchando de forma continua y, por suerte, eso es algo que siempre he hecho. No me he achicado ante nada.
El teléfono era una obsesión para mí. Ya cuando mi hija estuvo en Estados Unidos acabé cogiendo un avión para ir a verla porque no pude aguantar no hablar con ella durante tanto tiempo.
A pesar de la sordera, nunca me rendí. Terminé la escuela, me casé, fui madre, me preparé estudiando varios cursos y trabajé hasta que por dolencias físicas me fue imposible continuar. Nunca me dio vergüenza pedir ayuda, nunca dejé que la enfermedad dominara mi vida. Era o eso o aislarme en casa, y eso bajo ningún concepto lo iba a hacer. Además, algo fundamental fue poder contar con la ayuda inestimable de mi gente. Ellos siempre han sido mi apoyo. No negaré que sufrí mucho y, de hecho, lo sigo haciendo porque temo que mis nietos hayan heredado la enfermedad. Sé lo que es sentirte aislada y que los otros no se den cuenta de tu problema. No es algo que se vea a simple vista y hay poca concienciación al respecto. Sin embargo, no te puedes detener. Como en todo en esta vida, sigues y llegas.
3 Comentarios
“Los sonidos, las voces y la música iban a desaparecer de mi mundo, pero yo seguiría bailando y, sobre todo, viviendo” Olé esa actitud!!
Es una pasada la fuerza que tiene. Gracias por comentar, Raquel.
Es una de las luchadoras más positivas que conozco. Un buen ejemplo para el mundo. Que bien tenerla a ella y a su sonrisa en mi vida.