Cuando me dio el primer mareo me encontraba en una situación bastante complicada. Tenía una niña de diecisiete meses, acababa de nacer mi segundo hijo, me estaba recuperando de una cesárea, mi marido viajaba mucho por trabajo y a mi madre le acababan de diagnosticar un cáncer terminal. Estaba aquí, tumbada en el sofá, hablando con mi marido y mi hermana sobre cómo nos íbamos a organizar y, de repente, me empezó a dar vueltas la cabeza. «Estás agotada, eso será del cansancio y el estrés que llevas encima», me dijeron. Y no les faltaba razón, el niño no dormía, me dolía todo y sufría por mi madre, así que podría ser agotamiento. No le di más importancia.
Unos días más tarde bajé al trastero a por leche, me agaché y volvió el mareo. Pero esta vez era tan fuerte que no podía ni andar. Todo me daba vueltas. Me sentía tan mal que me metí en el maletero del coche. Allí me tumbé y le mandé un whatsapp a mi marido. Ya ves, no sabía ni qué estaba escribiendo, no podía ver bien y ni siquiera había cobertura. Creía que me iba a dar un derrame cerebral y me iba a quedar allí… Aun así, me dije «tienes que moverte». Y, no sé muy bien cómo, saqué fuerzas y logré subir a casa. Estaba mareada, con vómitos… Mi hermana me llevó a urgencias y allí empezó mi infierno. «Esto es vértigo, tómese valium y dogmatil durante unas tres semanas y se le pasará».
Efectivamente, cuando tomaba los medicamentos se me pasaba, pero a la que los dejaba volvían los mareos. Era solo un parche. Lo único que estaban haciendo era ocultar el problema. Pero, ¿cuál era el problema? «Tú lo que tienes es ansiedad, nervios, cansancio…», y de ahí no salían. Pasé un año que parecía que iba borracha por la calle. Sin embargo, mi madre me necesitaba, así que aquella época lo fui llevando como pude. No me quedaba otra opción que seguir adelante. Estaría medio drogada, pero mientras la tuviera a mi lado iba a disfrutar de ella. Y lo hice, estuve con ella hasta el día que se fue, en marzo de 2014. Ella ya descansaba y yo poco a poco me iría recuperando. Ya no había motivo alguno para sufrir ansiedad ni estrés; intenté centrarme de nuevo en mi vida. No había manera. Mi situación no mejoraba.
Visité a todo tipo de especialistas como oculistas, otorrinos, internistas, osteópatas… He perdido la cuenta de todas las pruebas que me hicieron, resonancias cerebrales, TAC del oído, angiografías,… Nadie sabía decirme qué ocurría. Incluso entramos en el campo psicológico. Si todo da negativo, lo que te pasa es que sufres una depresión. Y claro, estás tan desesperada que lo intentas. Llegué a ver a veintisiete psiquiatras… «Deberías volver al yoga», lo intentaba y otra vez mareada. «Vete a nadar», ¿cómo, si no podía ni mover la cabeza? «Lo que tienes que hacer es vencer tus miedos», me decían. Estaba desesperada, yo solo quería estar bien. Sin embargo, cada vez era peor: mareos, vómitos, contracturas musculares… Al final sí que iba a coger una depresión, no por los vértigos, sino porque nadie me ayudaba.
Durante mucho tiempo sentí que vivía en un infierno.
Quería recuperar mi vida, ser la de antes. Salir a hacer fotos, ir con mis hijos al parque, poderme agachar y cogerles sin que me diera un vahído, quedar con mis amigas, viajar… todas, actividades tan simples y, sin embargo, tan inalcanzables para mí. Además, llevaba dos años tomando valium a diario y, con tanta relajación, mis músculos se contracturaban con mucha facilidad. Así que al vértigo se le sumaban mis dolores de cervicales y lumbares. Llegó un momento en que casi no podía moverme. Fue entonces cuando decidí acudir a un reumatólogo por mi cuenta. Lo primero que me dijo fue: «Tienes un empacho de valium, esto solo se debe tomar dos o tres semanas». Había que reducir la dosis de forma inmediata. El problema fue que, según lo fuimos quitando, los mareos fueron agravándose hasta el punto de que tuve que acudir de urgencia a un otorrino.
Resultó que en todos esos años a nadie se le ocurrió que, como estaba tomando valium, el problema estaba enmascarado y daba negativo en todas las pruebas.
«Tú lo que sufres es un vértigo posicional de manual», fue su primer saludo. ¿Cómo? Ese hombre me estaba diciendo que mi problema tenía solución. No me lo podía creer, le pedí que por favor me hiciera la maniobra de Epley allí mismo. ¡Se negó! «No puedo, no me arriesgo a hacértela». Me puse a llorar de pura desesperación… Cómo me podía estar diciendo que no, necesitaba recuperar mi vida… Aunque no logré convencerle, no me di por vencida. Busqué y, al fin, encontré un otorrino que podía ayudarme. Era el único que no había visitado hasta entonces porque había estado de baja por enfermedad, justo acababa de reabrir su consulta. Me atendió, me hizo la maniobra y en una sola visita me curó. Gracias a él, hace dos años que no sufro vértigos.
Sigo necesitando ejercicios de rehabilitación vestibular y fisioterapia, y me suelen dar migrañas, pero firmo para quedarme como estoy. Antes, por mucho que intentara disfrutar lo que tenía, no podía. Cuando sufres vértigos te levantas sufriendo cada día. Lo primero que piensas es a ver qué nivel de mareo tendrás hoy. Y solo de pensar que tienes que quedarte sola con los niños, llevarlos al cole… te mueres de miedo. Los vértigos son muy limitantes y lo peor es que hay mucha gente que se encuentra en la misma situación que yo sufrí todo ese tiempo. Ahí están, yendo de un especialista a otro, o deprimidos de verdad porque nadie les cree. Es un calvario y, como sé lo que se sufre, me gustaría decirles que confíen en ellos mismos y que no paren hasta que alguien les haga caso. Si me hubiera quedado sentada, hoy no estaría aquí contándote mi historia.