Empecé a escribir poco después de que muriera mi padre, hace ocho años. En un primer momento lo hice para mí, pero enseñaba los textos a mis amigas y ellas me decían que debía hacer algo con ellos. «Pues, quizá sí» pensé. Porque ¿quién ayuda a esas familias que sufren algo así? Mi preocupación principal eran los niños. Recuerdo lo sola que me sentí de pequeña. En el colegio me pusieron etiquetas, me daban clases de refuerzo, me decían que no llegaría lejos. Yo no necesitaba eso. Necesitaba alguien que me cuidara, que me acompañase y me preguntara qué ocurría en casa. Alguien que me ayudara a entender y normalizar la relación con mi padre porque una enfermedad mental no solo afecta a la persona que la sufre, sino a toda la familia.
Ahora cuidamos más a esos pequeños. Yo trabajo en una escuela y les ofrecemos atención a nivel emocional. Sin embargo, ellos y sus familias necesitan más. A nivel social hay mucho por hacer. Solo existen cosas para el enfermo, para el entorno familiar no hay nada. La enfermedad mental es un tabú. Decir que alguien sufre una enfermedad mental es como hablar del loco del pueblo y eso conlleva mucho dolor. Por eso yo no quería poner esas palabras en el título del libro. Prefería hablar de «sufrimiento psíquico» porque esto es por lo que, en realidad, pasó mi padre. Un sufrimiento psíquico continuo al que yo no pude poner nombre hasta los quince años. Mi padre tenía esquizofrenia, una enfermedad que él no escogió.
Mi padre, como muchas otras personas, sufrió las consecuencias de un sistema de atención precario y poco compasivo. Su dolor, su testimonio y su memoria deberían servir para conseguir un sistema más humano, justo y cercano a las necesidades de los ciudadanos.
Las circunstancias de la vida lo llevaron a esto. Nació con una discapacidad visual importante, en un pueblo, aislado y sin ayuda. Se le cerraron muchas puertas y algo le hizo clic. No tenía herramientas para gestionarlo. Hubo momentos buenos, pocos. Y él era consciente. Era agotador… Era un gran sufrimiento que, inevitablemente, para una familia es complicado. Solo se puede llevar con mucho cariño y comprensión, y para ello se necesita ayuda. Sin apoyo, los niños no saben qué está pasando. Yo no entendía nada. Recuerdo aquellos años con gran desconcierto. Cuando me enteré de lo que mi padre tenía, me compré un libro especializado que hablaba sobre el tema. Era una niña, eso no me correspondía… Todavía lo tengo.
Aquel periodo me acabó marcando hasta la edad adulta. En lo profesional me fue bien. Deseaba tanto ayudar a otras personas que superé cualquier limitación que en la escuela habían supuesto que tenía. De pequeña veía a las misioneras y quería irme con ellas. No me fui, pero estudié bachillerato, hice un grado superior de integración social y una diplomatura en educación social. Estoy muy contenta. Lo difícil fue a nivel personal. Durante años no fui capaz de tener relaciones sanas con los hombres. Hubo personas que abusaron de mí. Alguien se preguntará cómo lo permití. Bueno, no sabía poner límites. Estaba destrozada emocionalmente y me «castigaba» con esas relaciones. Todo esto lo he entendido ahora. Estaba mal y se aprovecharon, o yo me dejé…
No supe verlo hasta que toqué fondo y decidí buscar ayuda. Daba y daba a los demás, y quien necesitaba ayuda era yo misma. La encontré en un terapeuta con el que trabajé durante un año. Me lo recomendó un buen amigo y siempre estaré agradecida a ambos. Fue un antes y un después. Darme cuenta de lo que había estado ocurriendo, reconocer todo lo vivido supuso entrar en un túnel muy oscuro, quizá todavía más que el anterior. Pude salir de él gracias a la terapia. Fueron doce meses que me llevaron a sanar mis heridas y aceptar lo que la vida me había regalado, que era mi padre. Comprendí que no podía continuar en el papel de víctima y de no aceptación. Si haces eso no avanzas, te quedas atascada.
Y ese paso fue importante para mí porque pude mirarle a los ojos y decirle que lo quería y lo aceptaba como era. Pude abrazarle antes de que, seis meses después, muriera. Tanto él como yo lo necesitábamos, y creo que cualquier niño que esté viviendo una situación parecida también lo necesita. Quizá por eso empecé a escribir el cuento después de su muerte porque, a través de mi experiencia, quería ayudar a esos niños a transformar el dolor y a que, como yo, pudieran abrazar a sus padres. Me costó publicarlo. Aunque es un cuento, no deja de ser un reflejo de situaciones muy duras que viví de pequeña. Pero hay mucha gente valiente que está pasando por lo mismo y, si el libro les ayuda a hablarlo, comprenderlo y recorrer el camino juntos, contar mi experiencia habrá merecido la pena.
La única imagen en color del libro es la última. Un corazón, porque mi padre murió de una parada cardíaca cuando estaba durmiendo. Tenía que ser así, una muerte dulce y tranquila después de toda un vida de sufrimiento. Tenía un gran corazón.
*Si vives una situación parecida o conoces a alguien que pueda estar pasando por esto y quieres hablarlo con Miriam, puedes hacerlo a través de su correo electrónico: waris1980@gmail.com
1 comment
Gràcies a la Dolors Planiol per facilitar aquest espai tan sanador que ens ofereix a totes i tots.
Per acabar, vull expressar la meva empatia, reconeixement i admiració a les nenes i nens que pateixen dolor en silenci causat per un patiment psíquic d’algun membre de la família. Tot el que ens passa marca, però totes i tos som capaços de transformar el dolor en un nou camí. Cal trobar com ( música, dansa, escriptura, etc…) Fa falta ajuda per poder construir aquest Nou Camí de Transformació. Aprofito per fer un crit públic a Institucions i Professionals a entendre i donar suport a aquestes nenes i nens que pateixen aquestes situacions, ajudar los a transformar el dolor i acompanyar los en el seu creixement més sa i facilitar los processos sanadors.