Mi vida era perfecta, estaba muy contenta y, pese a tener solo quince años, sabía lo que quería hacer. Me gustaba ayudar a la gente, trabajar en temas sociales, era voluntaria de una asociación de amigos de la gente mayor… Lo tenía todo muy bien organizado y, de repente, apareció la enfermedad y mi vida cambió por completo. Los primeros síntomas empezaron de forma muy sutil. Un día una gota, un día otra y, tras unos meses, al ver que persistía, mi madre decidió llevarme al médico. No fui escandalizada, nadie se altera por una gota de sangre y, de hecho, tampoco me alteré con el diagnóstico. Era muy joven y no entendía qué me decían. Escuché las palabras «colitis ulcerosa» y lo único que pensé fue «perfecto, ya sé lo que tengo, ya puedo seguir con mi vida».
Sin embargo, lo que me estaba ocurriendo pronto alcanzó una dimensión que, para una adolescente, fue abrumadora. En cuestión de un año empecé a sangrar sin parar debido a las úlceras que la enfermedad producía en mi intestino. Podía llegar a ir al baño diecisiete veces al día. El tratamiento era ingresar, dejar de comer y tomar cortisona, ya que el medicamento que se daba en esos momentos a mí me inflamaba el páncreas. Esa reacción al fármaco solo se había dado en otro caso en Estados Unidos. Pero me tocó a mí y, durante tres años, estuve probando fármacos y enlazando una crisis de colitis con otra de pancreatitis, lo que hizo que me pasara más tiempo en el hospital que en casa. Eso me robó un poco la juventud.
En el instituto pronto empezaron a hablar de mí. Que si tiene anorexia, que si es un cáncer… Llegué a pesar tan poco y sufría una anemia tan fuerte que siempre estaba cansada. A la hora del recreo no salía porque no tenía fuerzas para bajar y volver a subir las escaleras. No podía ir de excursión, ni hacer vida normal, ni mucho menos salir con los amigos. Y cuando estaba en el hospital, bueno, los primeros tres meses sí que vinieron a verme, pero después ya no vino casi nadie. Eso sí, allí conocí a personas maravillosas. Mis compañeras de habitación, las enfermeras, con esa energía que tienen, y mis padres fueron un gran punto de apoyo. Ellos, un par de amistades y los estudios y la música hicieron que, pese a todo lo que estaba pasando, nunca me deprimiera. Escribía, cantaba, bailaba e iba a todas partes con mi walkman. Excepto en algunas ocasiones, nunca perdí el amor por la vida y el buen humor.
Recuerdo que mi madre estaba durante el día, como podía, y su pareja, mi padre, dormía cada noche conmigo en el sillón junto a la cama. Nunca me dejaron sola.
Hasta los médicos se sorprendían de verme tan positiva. Y es que los episodios de dolor que causa la enfermedad son horribles. Es un sufrimiento invisible para los demás, pero que puede llegar a incapacitarte. Había momentos en los que me tumbaba en el suelo del baño y no podía ni moverme. El brote empezaba suave y siempre tenía la esperanza de que no fuera a más, pero siempre iba a más. No sabían qué hacer conmigo, no existían más fármacos. Fue entonces cuando ya la enfermedad se agravó mucho y la única opción posible era abrir y cortar, es decir, sacar el intestino grueso y el recto.
Eso significaba llevar una colostomía durante una temporada y que en mi barriga lucieran las cicatrices para toda la vida y, con los diecisiete años que tenía en aquel momento, no me lo tomé muy bien. Me veía fea y, aunque sabía que era provisional, no quería llevar una bolsa colgando de la barriga. Ese sentimiento duró poco. Cuando vi lo bien que me encontraba, les pregunté por qué no me lo habían hecho antes. Llevaba tanto tiempo tratando de comprender mi enfermedad, buscando causas, intentando saber por qué me había tocado a mí, y ahora, por fin, podía vivir tranquila, comer y hacer vida normal. Estaba tan bien que no dejé que me quitaran la bolsa hasta el día siguiente de la selectividad. Me pasé un curso entero con la bolsa, pero en paz.
Me intervinieron tres veces más para eliminar la colostomía y resolver alguna complicación que surgió y, cuando ya parecía que todo había terminado, me derrumbé. Eso me cogió desprevenida. Me habían operado y, en teoría, ya no sufría colitis ulcerosa. Muerto el perro, muerta la rabia ¿no? Pero entonces entras en terreno desconocido. Tu cuerpo sigue mostrando algunos síntomas y, sin embargo, para los médicos ya no tienes la enfermedad. Eso significa que no hay guías de alimentación, ni protocolos a seguir, ni nadie con quien consultar los problemas derivados de la colitis. Todo se convierte en ensayo y error, y te sientes muy sola.
Te toca a ti descubrir que sufres una inflamación porque te tomas algún fármaco, viajar a otro país para probar un medicamento o averiguar por qué no te quedas embarazada. Y aunque tengas dolor y cada tres meses puedas sufrir una inflamación que te obligue a tomar antibióticos, ningún médico te quiere tocar. Da igual a las puertas que llames, no hay grupos de ayuda ni atención para los que estamos operados. Somos pocos y no se investiga. Y a todo esto le tienes que añadir el aprender a amar tu cuerpo otra vez, y no es fácil. Puede ser muy frustrante. Es por eso que siempre que puedo trato de ayudar a otras personas que están en la misma situación. Cuando las tengo delante les digo bien alto que son hermosas y que no se desesperen. Estarán bien y acabarán siendo más fuertes que nunca.
Tengo una barriga llena de cicatrices y soy la que nunca va de camping ni comparte baño o la que marea al camarero preguntando si la comida lleva pimienta o no, pero ahora sé que me puedo comer el mundo.