Fue un embarazo muy deseado, quería disfrutarlo y así lo hice hasta el día del parto. Estaba muy contenta y me sentía orgullosa de cómo lo había llevado. Tenía mucha suerte, habían sido unos meses buenos. Me había preparado bien y estaba lista para recibir a mi hijo. Jamás me imaginé lo que iba a pasar después. Cuanto más lo pienso, más me cuesta creerlo; es como si todo le hubiera sucedido a otra persona. Por eso creo que, aunque cueste, hay que hablar de ello. Es algo que con el tiempo se relativiza y eso hace que se convierta en un problema invisible. Sé de lo que hablo. Tú quieres decirle a la gente que no estás bien y que no te sientes feliz, pero eso no es lo que quieren oír. La depresión posparto es la depresión silenciada.
Para mí, los problemas empezaron el día del parto. Llegué al hospital eufórica. Ya estaba de parto y la comadrona enseguida me atendió y lo preparó todo. Me sentí muy bien tratada, pero entonces llegó la ginecóloga y las cosas se torcieron. Hasta ese día había sido una mujer amable. Yo la había escogido por eso, porque soy una persona que necesita cariño. Quién me iba a decir que en el momento en que entrara por la puerta se convertiría en otra persona. Llegó, me abrió las piernas y me dijo que apretara. Ni me preguntó cómo estaba. Empezó a gritarme, a decirme que lo hacía mal, que no tenía ni idea… La comadrona tenía la cara desencajada y yo me quedé bloqueada; tanto que, cuando utilizaron las ventosas y me hicieron la maniobra de Kristeller sin preguntarme, no supe reaccionar.
Yo le decía que me dolía y ella me contestaba que eso no era dolor, solo presión. Que me callara, que se lo iba a agradecer.
Esa maniobra es muy peligrosa y yo no la quería. Ni siquiera era necesaria, me lo arrancaron en tan solo cuarenta y cinco minutos. No hacía falta ir tan rápido. Es complicado explicarlo, me sentí tan pequeña y vulnerable… Mi vida y la de mi hijo estaban en sus manos. Para mis adentros solo quería que terminaran de una vez y se fueran. Me maltrataron y no fui capaz de decir nada. El problema es que esa reacción hizo que me sintiera muy culpable. Aunque no lo reconocí hasta mucho más tarde, fue uno de los desencadenantes de la depresión. Cuando me pusieron a mi hijo encima estaba enfadada, muy enfadada. Le había fallado, tenía que haberle recibido con alegría, contenta, y no había sido capaz. Durante mucho tiempo no me lo perdoné.
Los primeros días estuve muy furiosa… Pero me dieron el alta, después tuvimos que ingresar al niño unos días porque tenía un problema en la faringe, regresamos a casa y pronto me vi sumida en la vorágine de la maternidad: biberones, pañales, pocas horas de sueño… Desde el primer día me sentí muy cansada y como ajena a lo que estaba viviendo, pero pensé que era lo normal. Todas sabemos que es una etapa difícil por la que hay que pasar. Tardé unos tres meses en notar que ya no podía más. Ahí ya no estaba enfadada, sino triste. Veía a otras madres que decían que su hijo era el amor de su vida, y el mío no lo era para mí. Mi hijo tenía un vínculo más estrecho con su padre que conmigo… Esto no era real porque si yo lo cogía se calmaba, pero estaba tan mal que no me daba cuenta. Me sentía muy lejos de mi hijo.
Nunca temí hacerle daño al niño, pero sí hacérmelo a mí misma. Me llegué a plantear cosas muy serias.
Y no lo podía decir en voz alta. Primero porque soy psicóloga y no quería aceptar que algo así me estuviera ocurriendo a mí. ¿Cómo iba a necesitar yo ayuda profesional? Además, siempre he sido fuerte y he podido con todo… Segundo, porque nadie quería escuchar la verdad. «Venga, seguro que no es para tanto», «a todas nos pasa lo mismo», me decían. Dolía tanto y me sentía tan sola… Y para colmo no hacía más que recibir mensajes positivos sobre la maternidad: que si era tan bonito, que si se disfrutaba tanto… y yo sentía que era lo peor que me había pasado en mi vida. «No lo devolverías, ¿no?» me preguntaron. Mi respuesta fue clara: «Tú quieres que te diga que no, pero la verdad es que sí que lo devolvería». Es muy duro pensar que algo así se te ha pasado por la cabeza. Es como si no fueras tú misma, como si hubieras estado luchando contra otra persona.
En realidad, esa respuesta fue una llamada de socorro. Yo sabía que el primer paso para aceptar un problema era contarlo, hacer que los que me rodeaban se dieran cuenta de que lo que yo sentía era real. No es fácil aceptar que un ser querido está mal, y menos cuando la sociedad nos ha enseñado que en esa situación deberíamos estar contentos, no tristes. ¿Dónde se ha visto a una madre que no quiera a su hijo? Pues sucede, y mucho más de lo que pensamos. Ahora estoy feliz, y con solo oírle decir «mamá» vuelo para estar a su lado. Pero me tomó su tiempo llegar ahí. A los siete meses toqué fondo y busqué una psicóloga que me pudiera ayudar. Los terapeutas también necesitamos ayuda y, al fin y al cabo, seas profesional o no, no necesitas exigirte tanto. A veces no se puede, y está bien aceptarlo. Todo acaba llegando. Nuestro flechazo llegó a los once meses. Estábamos paseando y sentí algo especial, supe que aquello era de lo que tanto me habían hablado.
Aprendes a quererles poco a poco y no debes sentirte culpable por ello.
2 Comentarios
Muchisimas gracias a ti Dolors por escrivir esta historia, pero sobretodo a la protagonista. La meternidad es una cosa muy dura (siempre se dice, ¿verdad?) pero cuando le pasa como a esta mujer, que no es feliz, se puede volver una amargura. Soy comadrona, y, aunque he visto pocas veces una depresión postarto, sí que doy fe que desde fuera, impacta mucho, ya que te esperas que todo sea bonito/feliz/de color de rosa, y cuando no lo es, si no tienes recursos/habilidades para conectar o hablarle a esa persona que lo está pasando mal te hace sentir que no eres buena profesional/persona (sobretodo por no haber podido evitarle ese sufrimiento), aunque como dice la protagonista, al final con ayuda profesional/personal/familiar se sale y todo “vuelve a la nornalidad” (eso es mío, pero es lo que todos piensan)
Gracias a ti, Cristina. Marta ha sido muy generosa, no es fácil compartir algo que es bastante tabú.