Mi padre, aunque venía de una familia humilde y no le pudieron pagar unos estudios, sabía hacer muchas cosas y aprendió el oficio de barbero. Quería abrir una barbería. Así que, cuando se casó, mis abuelos le ofrecieron un local. Pero, al hablarlo con mi madre, pensaron que si aceptaban nunca sería de su propiedad, por lo que decidieron ahorrar para comprarse algo que fuera suyo. Hizo entonces lo que hacía la mayoría de hombres gallegos, buscar un barco donde trabajar como marinero. Embarcó a principios de noviembre de 1965, cuando yo tenía apenas unas semanas, y el seis de febrero de 1966, cuatro meses después, el barco chocó contra otro y se partió en dos. Tardó veinte minutos en…
La primera vez que participé en un ball de bastons, o baile de bastones, tenía once años. En el pueblo se creó una colla de bastoners adultos, es decir, un grupo, y nos preguntaron a mis amigas y a mí si queríamos probar. Me gustó tanto que me quedé, y durante unos tres años recorrí pueblos de distintas comarcas bailando y participando de nuestra cultura. Pero, entonces, llegó la adolescencia y con ella una depresión que hizo que lo dejara todo de lado y que mi vida se quedase parada durante siete años. Lo bueno del baile y la música, sin embargo, es que no se te olvidan y te dejan un bonito recuerdo. Cuando me recuperé, en seguida supe…
Por aquel entonces ni siquiera sabía quién era el «médico de la sangre». Pronto lo descubrí, vaya si lo hice. Hacía unos meses que no me encontraba bien, sentía malestar y estaba siempre cansada. En aquellos momentos combinaba trabajo y estudios y hacía mucho deporte, así que en un principio lo atribuí al esfuerzo que estaba haciendo. Pero cuando ya vi que por mucho que descansara seguía igual, decidí ir al médico. Me hicieron análisis y algo salió mal, debía ir al famoso médico de la sangre, es decir, al hematólogo. La sorpresa fue que no encontró nada. «Todo está bien, existe solo en tu cabeza». Yo, sin embargo, estaba tan agotada que cuando salía con mis amigos terminaba en…
Estaba trabajando. Me encontraba en un muy buen momento. Era comercial de unos viñedos pequeños, había conseguido hacer crecer el negocio, el trabajo me encantaba, acababa de empezar una relación… No podía pedir más; era la vida perfecta para un chico de treinta y cinco años. Pero, entonces, todo se desmoronó. No recuerdo muy bien qué ocurrió. En mi mente hay un lapso de un año y medio en el que todo es muy difuso. Lo que sí sé es que tuve un accidente de coche que me causó un traumatismo craneoencefálico y un derrame cerebral que me dejaron diversas secuelas, como problemas de tacto, sensibilidad, movilidad y, sobre todo, de visión. Perdí la vista por completo, me quedé ciego.
«Ves esa niña, pues tú eres como ella. Lo único que nos separa es la barriguita, que no has estado aquí dentro. Por lo demás, somos tus padres en todo y para todo». Comentan mis padres que cuando me dijeron estas palabras yo tenía unos siete años. Daban una película donde salía una niña adoptada y aprovecharon para contarme que yo también lo era. Al día siguiente lo confirmé con un «yo soy como esa niña» y, al parecer, me quedé conforme. No recuerdo ese momento, ni la película, ni la cara de expectación que probablemente debieron poner mis padres. Nunca he necesitado recordarlo. Crecí sabiendo que me habían adoptado y jamás supuso un problema para mí.
Desde pequeña supe que era adoptada. Tengo un aspecto muy distinto al vuestro y eso hace que sea algo evidente. Pero, además, en casa siempre se habló del tema con absoluta normalidad. Recuerdo cómo, en lugar de un cuento, le pedía a mi madre que me explicara mi historia. Cuando era niña ser adoptada quería decir, para mí, que no había salido de la barriga de mi madre, sino que mis padres quisieron tener un tercer hijo y me fueron a buscar a China. Cogieron un avión, me conocieron, estuvimos viajando unos días y, finalmente, me trajeron a casa, donde conocí a mis hermanos y al resto de la familia. Sin embargo, los comentarios «curiosos» de la gente hacen que…
Fue a principios de los años noventa, creo que tenía quince o dieciséis años. Por aquel entonces vivía en Ibiza y pasaba los veranos en Galicia, en el pueblo. El primer año, con mi prima, conocimos a una pandilla y pasó lo normal a esas edades. Todo el mundo comentaba, a ver quién te gusta, quién no… Ese año no me junté con nadie, pero al siguiente empecé a salir con un chico del grupo. Éramos «novios» o lo que se pueda considerar que eres a esas edades. Por lo menos en nuestra época, salías con los amigos y, como mucho, te dabas cuatro besos. Y eso hicimos hasta que llegaron las fiestas. El primer día todo fue normal, pero…
Cuando nos conocimos ya le dije a mi marido que me hacía mucha ilusión tener hijos, pero que si por cualquier motivo no podíamos, yo estaba dispuesta a adoptar. Averiguaríamos dónde estaba el problema, pero no permitiría que me acribillaran con agujas. Respeto que otros lo hagan, hay gente que necesita que sean sus hijos. Para mí no era una necesidad, me daba igual que fueran de mi sangre o no. Él, que es muy práctico, me contestó que llegado el momento ya lo miraríamos. Entretanto, no hacía falta darle muchas vueltas. Y no las tuvimos que dar. En cuanto empezamos a probar, casi sin pensarlo, me quedé embarazada; primero del niño y, unos años después, de la niña. Ya…
Me encontraba en la mejor época de la vida. Tenía veintiún o veintidós años, trabajaba, practicaba deporte, estudiaba, salía con los amigos… Llevaba una vida normal y corriente cuando, de repente, me hacen unas pruebas y ven que tengo la tensión muy alta. Lo normal, a esa edad, es estar sobre doce y seis; yo llegaba a veintidós de máxima y catorce de mínima. No era una simple hipertensión, en cualquier momento podía sufrir un infarto. Así que me medicaron y empezaron a hacerme pruebas para saber qué estaba ocurriendo en mi cuerpo. A partir de ahí, todo cambió. Sufría una disfunción renal que me acabaría llevando por un largo camino de pruebas, controles, tratamientos y, finalmente, a un trasplante…