Por aquel entonces ni siquiera sabía quién era el «médico de la sangre». Pronto lo descubrí, vaya si lo hice. Hacía unos meses que no me encontraba bien, sentía malestar y estaba siempre cansada. En aquellos momentos combinaba trabajo y estudios y hacía mucho deporte, así que en un principio lo atribuí al esfuerzo que estaba haciendo. Pero cuando ya vi que por mucho que descansara seguía igual, decidí ir al médico. Me hicieron análisis y algo salió mal, debía ir al famoso médico de la sangre, es decir, al hematólogo. La sorpresa fue que no encontró nada. «Todo está bien, existe solo en tu cabeza». Yo, sin embargo, estaba tan agotada que cuando salía con mis amigos terminaba en el coche durmiendo, pero ¿qué podía hacer si los médicos decían que no era nada? Pues creérmelo y confiar en que pronto me encontraría mejor.
Unas semanas más tarde, mi cuerpo se colapsó. Me puse a más de cuarenta de fiebre y mi hermana decidió llevarme a urgencias. «Esto no es normal, nos vamos al hospital». Acepté sin rechistar, que me llevara donde quisiera, pero que me quitaran ese virus que me estaba haciendo la vida imposible. Porque yo estaba convencida de que lo que tenía era un virus y que en un par de días me lo quitarían y podría volver a casa. Por eso no me extrañó que la primera noche me dejaran ingresada. Del mismo modo que tampoco me pareció fuera de lo normal que al día siguiente me quisieran hacer una punción medular. Como no sabía qué era eso, no me alteré. Tan solo era una prueba más, después me mandarían a casa.
No lo era. Lo comprendí cuando la doctora me dijo que me tenían que derivar a Barcelona. Ahí ya empecé a darme cuenta de que lo que tenía podía ser algo grave, pero para nada me imaginaba lo que vendría después. «Los análisis no han salido demasiado bien, tienes una enfermedad de la sangre…» A esa afirmación le siguieron varias palabras más que ninguno de los que estábamos allí comprendimos. «En resumen, ¿qué tiene?», preguntó mi padre un poco desesperado. «Leucemia, tiene leucemia». Fue un drama. Jamás me hubiera imaginado que me podía tocar algo así. Solo tenía veintiséis años, había tantas cosas que no había tenido tiempo de hacer…
Cuando te lo dicen es horrible. Tú solo oyes que la gente se muere, no que sobreviven y están bien.
Ese mismo día me trasladaron. Llegué al hospital al límite. Me estaban esperando y, en el momento en que me bajaron de la ambulancia, todo el mundo empezó a correr. Me llenaron de vías, me cubrieron de hielo y, sinceramente, esa noche me despedí. Estaba segura de que me moría; tanto es así que, cuando desperté y vi que estaba viva, algo cambió dentro de mí. Cuando la doctora me dijo que sería largo y duro, pero que me curarían, no lo dudé ni un segundo. «De acuerdo, pues yo aguantaré lo que sea necesario. Me quiero curar.» Hablé con mi familia y mi pareja y les pedí que delante de mí estuvieran bien, que los necesitaba fuertes. Supongo que les costó, sobre todo a mi madre, pero hicieron el esfuerzo y se convirtieron en mi punto de apoyo cada vez que las fuerzas flaqueaban. Ellos y mis amigos, todos se turnaron de tal forma que tenía gente conmigo a diario, de lunes a domingo.
Tuve mucha suerte porque en los siguientes meses mis fuerzas decayeron más de una vez. Cuando empiezas el tratamiento te advierten que se te caerá el pelo, que te encontrarás mal y que podrá haber mil complicaciones más. Pero no importa lo que te digan, la realidad te supera. Verte completamente calva, no poder ingerir nada, no tener energía ni para levantarte de la cama o estar encerrada en una cámara de cristal durante mes y medio es muy duro. Nadie está preparado para pasar por algo así. Además, yo necesitaba un trasplante de médula. Sufría una leucemia mieloide aguda y eso significaba que la quimioterapia no era suficiente, necesitaba un donante de médula que, en más de un momento, pensé que no llegaría. Tenía tanto miedo a que no encontraran a nadie que incluso llegué a soñar que me ponían la médula de un caballo.
Pasaron meses y nadie era compatible al cien por cien; de hecho, nadie lo fue.
Mira que hubo gente que se hizo donante. Mis padres y mis hermanas se hicieron las pruebas, y mi tío incluso organizó un festival para movilizar al pueblo entero. Fue increíble, hasta salimos en la televisión. Se recaudó dinero y mucha gente se hizo donante, pero no hubo suerte. Es complicado, por eso se necesitan tantos donantes e investigación. De hecho, yo sigo aquí gracias al trabajo de la Fundación Carreras y a que hace cuatro años descubrieron que se pueden hacer trasplantes entre familiares aunque no sean al cien por cien compatibles. Y esa fue mi única opción, no podíamos esperar más. Mi hermana sería mi donante. Cuando me lo dijeron me puse tan contenta… Creo que nunca se lo podré agradecer como se merece. Ahora tengo su médula y su grupo sanguíneo; me gusta pensar que todavía estamos más unidas.
Parece mentira, pero de una cosa tan mala como la leucemia he sacado muchas cosas buenas. Claro que fueron meses muy duros, con complicaciones, sustos, despedidas y un miedo aterrador que a día de hoy no acaba de desaparecer. Pero mi familia, mis amigos, la gente del pueblo, los médicos, las enfermeras y todas las personas que me acompañaron formaron una cadena de energía tan positiva que no creo que vuelva a vivir las cosas del mismo modo. Ahora trato de que todo el mundo se haga donante; estoy trabajando en un proyecto para ayudar a otros enfermos y, siempre que voy a hacerme controles al hospital, pregunto si algún paciente quiere hablar conmigo. Una experiencia así hace que todo sea más intenso, te haces más fuerte e intentas devolver todo lo bueno que recibiste. Son pequeños gestos, pero me gustaría que todos se sintieran tan queridos como yo me he sentido.
2 Comentarios
Preciosa historia. Qué bonito que quieras devolver parte del apoyo que recibiste, compartiendo tu historia con los que todavía están en medio de la batalla. Un abrazo y mi admiración.
Eres una luz en mi camino! Gracias!